10-05-2012, 10:16
N Ü R B U R G R I N G
El «Infierno verde»
El ansia
No deja de tener su gracia que en un mundo en el que parece no quedar espacio para las sensaciones, más allá de las cifras, récords y número de victorias, a los que le vimos y a los que no pudieron hacerlo, nos quede la sensación, precisamente, de que un día como hoy de hace 30 años en el circuito de Zolder, se apagaba definitivamente una llama que ni siquiera Ayrton Senna pudo volver a encender.
No hay comparación posible y no quiero hacerla. El brasileño era un piloto con hambre de victorias, voraz por conseguirlas, instintivo, precioso, capaz de lo mejor y lo peor sobre un coche, porque las fronteras sencillamente no existían para él. Sin embargo...
Sí, sin embargo, el pequeño quebequés de quien estoy hablando era un piloto hambriento de carreras, para el que las victorias no dejaban de ser una excusa para correr, para sentarse en el coche, para coger el volante, para mirar por los retrovisores. Instintivo también, más precioso si cabe porque siempre iba al límite de sí mismo y de su máquina sin que importara el premio. Capaz, por supuesto, de lo mejor y lo peor, como todos los grandes, porque no buscaba alcanzar la primera posición sino interceptar y batir en vuelo a sus rivales, romper sus propias fronteras y las de los otros, como si en cada batalla tratara de satisfacer el ansia que le devoraba por dentro en una actitud que ahora nos resulta absolutamente incomprensible.
En cierto modo, el canadiense del que llevo un rato escribiendo, sintetizaba todo lo bueno que atesora este deporte, y lo convertía en algo diferente que él nos devolvía generosamente a los aficionados en cada prueba, a la manera de un artista que pinta un cuadro gigantesco sabiendo que cada minúscula pincelada cobrará un sentido inusitado que aportará una lectura especial a la obra entera, sólo si el espectador se acerca lo suficiente.
Recuerdo aquella tarde de sábado, un 8 de mayo de 1982. Ana, mi cuñada, nos interrumpió mientras estudiábamos vaya usted a saber ahora qué asignatura de la carrera. ¡Jose. Ha muerto un piloto...!
¡Rojo! ¡Rosso! ¡El 27! Y después, cierta oscuridad y un silencio bastante duro, una sensación fría como un glaciar que me decía que la fractura no la repararía nadie, que no había muerto un piloto, sino Gilles, y lo que es peor, que me habría importado un carajo si hubiese fallecido alguien que no fuera él, precisamente él. Que no volvería a preguntar en mi vida por dónde andaba en tal o cual circuito, por qué lugar ocupaba, por quien era el otro con el que estaba bregando a codazos por acabar sexto con una ***** de Ferrari que era fuego entre sus manos...
Podría escribir cientos de entradas, cientos de párrafos, cientos de líneas, de palabras, recomendaros ver infinidad de vídeos. Podría contaros multitud de anécdotas, pero no diría nada.
Había que disfrutarlo controlando la zaga del T3, T4, 126CK y 126C2. Sobre tres ruedas, sobre cuatro o trompeando, en la cuneta... Con morro o sin él. Feliz o nublado. Altivo o sereno, en pista o fuera de ella. Charlando con il Commendatore o sentado sobre su coche... Había que ver sus arrancadas, sus duelos, sus pocas victorias... Había que leer sus sonrisas y también la tristeza que le embargaba en Imola 1982 ante una traición de la que Didier jamás se repuso, y de la que él acabaría siendo una víctima injustamente inútil e innecesaria.
Villeneuve nos dejaba huérfanos hace 30 años. Lo de menos es la fecha y la efeméride, lo importante es que aquel año 82 trágico de narices, firmado en sangre con la muerte de Ricardo Paletti y con el brutal accidente de Pironi en Hockenhein que a punto estuvo de costarle la vida, se llevó por delante una era irreconocible ahora, sepultada entre brumas otoñales que sirven de excusa a la moderna farsa, pero en la que tipos como el quebequés se jugaban la vida como auténticos gladiadores, por una miserable soldada que valía de moneda de cambio para disfrutar persiguiendo sueños auténticos, de los de antes, no de los de ahora, de aquellos que requerían buenas dosis de arrojo para ser acariciados con las yemas de los dedos.
Ahí Gilles resultó un piloto sobresaliente, el que más de todos, y por ello, lejos de la frialdad de las cifras y los números, es él y no Ayrton quien nos señala de qué va realmente todo esto. Tal vez por ello, soy de los que le siguen recordando como el mejor piloto del mundo aunque el destino le pagara poco y tuviese la desafortunada idea de cruzarse en su camino tal que hoy, hace ya 30 años, casi media vida, la mía.
Fuente
El «Infierno verde»
El ansia
No deja de tener su gracia que en un mundo en el que parece no quedar espacio para las sensaciones, más allá de las cifras, récords y número de victorias, a los que le vimos y a los que no pudieron hacerlo, nos quede la sensación, precisamente, de que un día como hoy de hace 30 años en el circuito de Zolder, se apagaba definitivamente una llama que ni siquiera Ayrton Senna pudo volver a encender.
No hay comparación posible y no quiero hacerla. El brasileño era un piloto con hambre de victorias, voraz por conseguirlas, instintivo, precioso, capaz de lo mejor y lo peor sobre un coche, porque las fronteras sencillamente no existían para él. Sin embargo...
Sí, sin embargo, el pequeño quebequés de quien estoy hablando era un piloto hambriento de carreras, para el que las victorias no dejaban de ser una excusa para correr, para sentarse en el coche, para coger el volante, para mirar por los retrovisores. Instintivo también, más precioso si cabe porque siempre iba al límite de sí mismo y de su máquina sin que importara el premio. Capaz, por supuesto, de lo mejor y lo peor, como todos los grandes, porque no buscaba alcanzar la primera posición sino interceptar y batir en vuelo a sus rivales, romper sus propias fronteras y las de los otros, como si en cada batalla tratara de satisfacer el ansia que le devoraba por dentro en una actitud que ahora nos resulta absolutamente incomprensible.
En cierto modo, el canadiense del que llevo un rato escribiendo, sintetizaba todo lo bueno que atesora este deporte, y lo convertía en algo diferente que él nos devolvía generosamente a los aficionados en cada prueba, a la manera de un artista que pinta un cuadro gigantesco sabiendo que cada minúscula pincelada cobrará un sentido inusitado que aportará una lectura especial a la obra entera, sólo si el espectador se acerca lo suficiente.
Recuerdo aquella tarde de sábado, un 8 de mayo de 1982. Ana, mi cuñada, nos interrumpió mientras estudiábamos vaya usted a saber ahora qué asignatura de la carrera. ¡Jose. Ha muerto un piloto...!
¡Rojo! ¡Rosso! ¡El 27! Y después, cierta oscuridad y un silencio bastante duro, una sensación fría como un glaciar que me decía que la fractura no la repararía nadie, que no había muerto un piloto, sino Gilles, y lo que es peor, que me habría importado un carajo si hubiese fallecido alguien que no fuera él, precisamente él. Que no volvería a preguntar en mi vida por dónde andaba en tal o cual circuito, por qué lugar ocupaba, por quien era el otro con el que estaba bregando a codazos por acabar sexto con una ***** de Ferrari que era fuego entre sus manos...
Podría escribir cientos de entradas, cientos de párrafos, cientos de líneas, de palabras, recomendaros ver infinidad de vídeos. Podría contaros multitud de anécdotas, pero no diría nada.
Había que disfrutarlo controlando la zaga del T3, T4, 126CK y 126C2. Sobre tres ruedas, sobre cuatro o trompeando, en la cuneta... Con morro o sin él. Feliz o nublado. Altivo o sereno, en pista o fuera de ella. Charlando con il Commendatore o sentado sobre su coche... Había que ver sus arrancadas, sus duelos, sus pocas victorias... Había que leer sus sonrisas y también la tristeza que le embargaba en Imola 1982 ante una traición de la que Didier jamás se repuso, y de la que él acabaría siendo una víctima injustamente inútil e innecesaria.
Villeneuve nos dejaba huérfanos hace 30 años. Lo de menos es la fecha y la efeméride, lo importante es que aquel año 82 trágico de narices, firmado en sangre con la muerte de Ricardo Paletti y con el brutal accidente de Pironi en Hockenhein que a punto estuvo de costarle la vida, se llevó por delante una era irreconocible ahora, sepultada entre brumas otoñales que sirven de excusa a la moderna farsa, pero en la que tipos como el quebequés se jugaban la vida como auténticos gladiadores, por una miserable soldada que valía de moneda de cambio para disfrutar persiguiendo sueños auténticos, de los de antes, no de los de ahora, de aquellos que requerían buenas dosis de arrojo para ser acariciados con las yemas de los dedos.
Ahí Gilles resultó un piloto sobresaliente, el que más de todos, y por ello, lejos de la frialdad de las cifras y los números, es él y no Ayrton quien nos señala de qué va realmente todo esto. Tal vez por ello, soy de los que le siguen recordando como el mejor piloto del mundo aunque el destino le pagara poco y tuviese la desafortunada idea de cruzarse en su camino tal que hoy, hace ya 30 años, casi media vida, la mía.
Fuente